Un cronista se anima a revivir en primera persona la célebre hazaña de San Martín
SEGUIR Martín De Ambrosio PARA LA NACION SÁBADO 07 DE MARZO DE 2015 4340Yal llegar a la frontera, lloró. Mientras cabalgo por los Andes pienso en cómo arrancar esta crónica. Que al final de cuentas es lo único que importa: un buen comienzo, con punch dirían los aficionados al box, que demuela y que haga que al lector no le quede otra opción que terminar de leer cada una de estas líneas, sin detenerse, sin respirar, que no salte distraído del título al epígrafe y se vaya rápido a la suculenta nota de la página de al lado. La Cordillera, y la fila india que formamos obligados por el terreno, tiende a la introspección, y estoy aquí por trabajo, así que -inseguro- pienso en cómo escribir esta crónica sin distraerme de la rienda y el paisaje. Foto: LA NACIONY, al llegar a la frontera, lloró Tiene que ser algo más que la mera descripción de lo que hicimos estos cinco días de alta montaña, con frío extremo, con largas jornadas que emulan tibiamente a una de las seis columnas sanmartinianas que salieron de las provincias argentinas -cuando todavía no eran ni provincias ni argentinas- hacia Chile para terminar con una posible reacción realista. La que estamos recorriendo ahora con dirigentes de la CAME y otros dos colegas periodistas es la del entonces capitán de caballería José León Lemos, que salió de Tunuyán y llegó a San Gabriel (a 40 kilómetros de Santiago) con poquísimos integrantes: según las fuentes, no más de cincuenta personas (menos que el grupo en el que estamos). Contamos con 64 caballos criollos más 38 mulas, a las que se sumarán otras tantas en el cambio en el límite con Chile, porque no se pueden traspasar los animales, barreras sanitarias mediante. Varios de los que vienen conmigo en esta excursión ya hicieron algunos de los otros pasos, por San Juan y La Rioja. Y me cuentan cómo cantaron el Himno, cómo se emocionaron al recordar la gesta de ese ex soldado español que les dio la libertad a las colonias americanas, cómo abrazaron chilenos al encontrarse en el límite internacional. Y, al llegar a la frontera, lloró Si mi inexperiencia arriba de caballos, yeguas, mulas, asnos, camellos, dromedarios, llamas y todo otro animal de carga puede soportar descensos abruptos, como los de la zona del El Portillo argentino, a más de 4300 metros sobre el nivel del mar, en las que algunos jinetes lo pasan mal y deben bajarse; si puedo conseguir que el equino -fatigado y desconocido- que me van a dar para llegar al primer poblado trasandino no me juega una mala pasada, voy a poder contar esta historia, pienso. Si este baile inesperado que hago sobre los estribos para mantener el equilibrio pasa como una anécdota más y no me lleva al final de ese barranco que trato de no mirar, pero que sé que me mira, como invitándome. Pero tendré que conseguir emocionarme. Yo, que soy un periodista burgués del siglo XXI, sorprendido en una absoluta desconexión de todo el mundo (sin ningún acceso a Internet durante más de 120 horas, más de 7000 minutos, horror), tengo que ponerme en el lugar del revolucionario del siglo XIX, que traicionó al ejército peninsular al que sirvió para liberar las tierras que lo vieron nacer. Yo, que tengo el beneficio de usar telas de polar, gore-tex y polainas de colores que me cubrirán de nieves eventuales durante los dos días en carpa que pasaremos al lado del refugio Scaravelli y en El Caletón, y en los subsiguientes, que nos encontrarán en el refugio militar Real de la Cruz, debo pensar en lo que sintió aquel general mal abrigado por pobres ponchos de rústicas telas nativas y manufactura inglesa. Fue eso, de hecho, lo que provocó que murieran más soldados por el frío al hacer el cruce, este mismo cruce, que en las batallas contra los realistas de Marcó del Pont y compañía. ¿Le habrá interesado a San Martín el paisaje? ¿Habrá pasado por acá, por este lecho del río Tunuyán, como yo el cuarto día de la travesía, tan absorto por un espectáculo geológico inefable (por más intentos de explicación científica que se hagan, eso de los plegamientos tectónicos y tal)? ¿O es sólo un berretín turístico pensar en lo magnífico de estas piedras volcánicas y de aquel valle inesperadamente verde, junto a El Caletón, donde hace unas horas el Ejército armó el campamento en el que dormiremos y donde ahora pastorea la tropilla? ¿O San Martín sólo tenía en mente sus estrategias de enorme militar que usa la fuerza para liberar y no para conquistar pueblos, y despreciaba la montaña como un obstáculo que hay que salvar? Tendría que preguntarle a Alberto Piatelli, historiador local de 73 años que viene con nosotros y matiza las cenas con anécdotas de San Martín que despiertan el ¡Viva la patria! de los expedicionarios, dirigentes de empresas y pequeños comerciantes argentinos, que ahora cabalgan portando banderas argentinas, chilenas, uruguayas (un charrúa solitario) y del ejército de los Andes. Pero los días pasan y me olvido, así que deberé consultarlo en el libro que Piatelli nos regalará y del que es autor: San Martín en el valle de Uco. Y, al llegar a la frontera, lloró En las horas libres, el grupo se entrega a algunos de los pasatiempos favoritos de los argentinos en comunidad: reflexionar sobre la argentinidad y por qué el país está tan mal, o por qué no estamos tan bien como deberíamos, o tan bien como creemos que deberíamos estar. Alguien dice que hasta en Kosovo se respetan las leyes de tránsito y en las ciudades argentinas -libres de toda guerra- no; otro matiza que al irse a otros países se extraña porque, en definitiva, tan malos no somos, y no somos fríos y distantes como los sajones o los nipones; otro, que lo que nos hace buenos también nos hace malos: somos latinos, muy latinos. Un último aporta que "tenemos todo, pero nos faltan valores", sin que yo sepa a qué se refiere exactamente. Y, al llegar a la frontera, lloró La montaña es la montaña, así como una rosa es una rosa. Pienso en eso, en Luis Spinetta y en Gertrude Stein, y en otras nociones científicas o históricas que trato de forzarme a escribir en un anotador cada noche, cuando no me gana el agotamiento que me obliga a maldormir sobre el suelo. No sé qué irá después a tener sentido de todo esto, de cada palabra tiritada que anoto en la carpa o en este refugio militar Real de la Cruz, las últimas dos noches, un oasis en plena Cordillera, con dos pisos y hasta un invento que llegó desde Creta y que se conoce como inodoro. También garabateo que hoy durante la tarde, en las horas en las que estaba arriba de mi caballo, pensaba en escribir sobre los precipicios. ¿Alguien dijo precipicios? En los que pasamos montados, donde una mala pisada puede llevar todo al diablo y causar quebraduras de costillas como mínimo, en los precipicios metafóricos y en las civilizaciones que se construyeron gracias a la simbiosis con los animales; en los indios que cuando vieron por primera vez a un español con aceros y sobre un caballo pensaron que se trataba de un nuevo bicho, un semidiós de cuerpo equino y coraza metálica, y no algo que constaba de dos partes naturales como sabe cualquiera. En cierto sentido, los indios no se equivocaban: uno le entrega la vida al caballo, o a la mula, que si toma una decisión incorrecta o pisa mal, se matará y matará. "Ningún caballo se suicida", se tranquilizan unos a otros. Escucho y asiento, pero no estoy seguro de que la sentencia sea tan cierta o que no contemple excepciones. Hay que confiar o reventar (de angustia). Como sea, llegamos todos al destino, llenos de milenario polvillo que transforma nuestras caras en las caras de mineros del carbón después de una semana enterrados. Abrazos a granel entre humanos coronan el esfuerzo, así como palmadas a los caballos y mulas que, en verdad, hicieron casi todo. Después vendrá el viaje en bus hasta un hotel cuyas duchas y cuyo Wi-Fi nos devolverán en cierto modo al siglo XXI, y San Martín será un recuerdo pronto a cumplir doscientos años. Eso sí, tengo que confesar algo: al llegar a la frontera, lloré.
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AutorInformación recogida en distintos medios. Archivos
Septiembre 2021
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